Yo tenía un amigo con muy mala leche que cuando cogía el ABC y se iba a la sección de esquelas decía aquello de “vamos a ver los que han dejado de fumar ayer”. Humor negro que le llaman. La sección de esquelas del ABC ha sido fuente de innumerables anécdotas. Algunas siniestras (recuerdo una amiga, hoy altísima ejecutiva de una multinacional, que tuvo que ver su propia esquela por una broma de pésimo gusto, vamos, para matar al autor) y otras que, pese al luctuoso contexto, han resultado abiertamente risibles.
Sin ir más lejos, hace algunos años me topé en el ABC con una esquela de tamaño considerable, de esas que la ve hasta Rompetechos. Y además, el nombre de la finada era como para no mirarlo. La pobre mujer, que en gloria esté, se llamaba nada menos que Transverberación. Llamarse Transverberación es una penitencia vitalicia a la que unos padres decididamente perversos (cuyos nombres no constaban en la esquela porque debían para entonces llevar tiempo criando malvas, no sé si de muerte natural o por justa ejecución a manos de sus descendientes) condenaron a la pobre criatura. Me pregunté en el momento si es que acaso el bebé había resultado tan feo que buscaron un nombre que le pegara bien al loro que la naturaleza les había obsequiado por hija. Pero lo descarté, porque el mero repaso a los nombres de los hermanos de la difunta me hizo llegar a la conclusión, diagnóstico más bien, de que los progenitores resultaban pertenecer a esa especie que tanto abunda y tanto daño causa, y que en España conocemos bien por el contundente apelativo de cabrones. Si señor, los padres de la pobre Transverberación eran sin la menor duda unos cabrones consumados. No de otra manera se puede entender que los hermanos se llamaran, agárrense: Dalmacia, Sinclética, Crisógono y Ubilgefortis. Cuando llegué a Ubilgefortis, me acordé de Vercingetorix, aquel jefe galo que fue derrotado por Julio César, y pensé que igual aquello tenía resonancias de la antigua Galia. Pero claro, primero tuve que averiguar si se trataba de él o de ella, porque el género del nombrecito, vaya por Dios, se me escapaba. Un nombre que hoy, con esto de la neutralidad, arrasaría. Algo me sonaba como a Gertrudis, pero quería cerciorarme, no me fuera a pasar como con Rosario, que piensas en una dama y te encuentras de repente con un tío con toda la barba (no es frecuente, pero ocurre…). Así que busqué y definitivamente vi que era nombre de mujer. Lo que viene siendo una putada oye. Desde luego tiene que ser dificilísima la vida llamándose Transverberación o Ubilgefortis. Imagínense que la primera hubiera aspirado a un puesto de telefonista: “Buenos días, le atiende la señorita Transverberación”. Ya se imaginan las carcajadas al otro lado del teléfono. O el cabreo, que igual alguno piensa que en lugar de atenderle se están cachondeando… Y eso por no hablar de ligar. Porque ligar llamándose Transverberación debía ser una tarea completamente imposible, vamos. Porque además es un nombre que no se puede ni abreviar: ¿cómo se le llama a alguien así? ¿Transve? ¿O Trans, que pareces un isómero más que una mujer? Y la desventurada Ubilgefortis ni les digo. Otra que tal baila. ¿Cómo la llamas a esta? ¿Ubil? ¿O Fortis, que también tiene lo suyo? El diagnóstico está claro. Los padres de estas criaturas eran unos grandes cabrones merecedores de penitencias vitalicias no revisables, y de que sus hijos renegaran de antecesores con tan mala leche. Hay veces que el destino juega muy malas pasadas. Yo sin ir más lejos recuerdo un médico que se apellidaba Buencuerpo. El hombre francamente podía haber buscado una profesión en la que el apellido se diera a menos guasa, pero al fin y al cabo no deja de ser una jugada del destino. Es como si aquel otro que se llamaba Deogracias se metiera a cura, algo que sería muy apropiado. Pero lo de Transverberación y sus hermanos, definitivamente, no tiene discusión: es un caso paradigmático de mala leche. De los nombres y de los padres.