Rafael Ortega Basagoiti

Qué grande era Bach

Madrid. Auditorio Nacional. Sala Sinfónica. 30-I-2022. Ciclo Universo Barroco del CNDM. Ágnes Kovács, Bobbie Blommensteijn, sopranos. Stephanie Firnkes, mezzo. Anne Bierwirth, contralto. Matthias Lucht, William Shelton, contratenores. Jan Petryka, Jakob Pilgram, tenor. Joachim Höchbauer, Daniel Ochoa, bajos. Balthasar Neumann Chor & Ensemble. Director: Thoma Hengelbrock. J.S. Bach: Misa en si menor BWV 232.

Cualquiera diría, escuchando la colosal Misa en si menor de Bach, su perfecta construcción y arquitectura, que su creación siguió, como relata Luis Gago en sus breves notas al programa de mano, un proceso un tanto deslavazado. Da igual. La magnitud de la belleza contenida en esta partitura es inalcanzable, y sitúa la obra, junto a la Pasión según san Mateo, fácilmente a la cabeza entre las creaciones musicales más sobrecogedoras de la historia. Desde el solemne Kyrie inicial, con su majestuosa introducción y la gran fuga siguiente, hasta el triunfal canto del Dona nobis pacem final, que recupera, con una conexión sin duda no casual, la música del Gratias agimus en el Gloria, la gran misa bachiana es una continua sucesión de maravillas. Desde las bellísimas arias solistas, que culminan en un sobrecogedor Agnus Dei, hasta los apabullantes edificios contrapuntísticos, como el inicial del Credo, pasando por sobrecogedores episodios como el demoledor Crucifixus o la irresistible exaltación del Et expecto resurrexitionem.

Maravilla que, como todo lo coral salido de la genial pluma del Cantor, no es nada fácil de traducir. El intérprete se ve, para empezar, confrontado con el debate famoso del OVPP. OVPP son las iniciales inglesas que significan “One voice per part”, esto es, utilizar un solo cantante por cada línea vocal. El estudioso bachiano Thomas Braatz publicó hace algún tiempo un extenso y bien documentado artículo (https://www.bach-cantatas.com/Articles/OVPPControversy.pdf) sobre la controversia que había despertado el norteamericano Joshua Rifkin cuando en 1981 presentó una comunicación en la Sociedad Americana de Musicología, titulada “El Coro de Bach”, en el que defendía la utilización de un solo vocalista por parte, de manera indiscriminada, en todas las obras corales de Bach. Siguió a su tesis una grabación, precisamente, de la Misa en si menor, que más allá de la polémica, nunca alcanzó especial predicamento. No era de extrañar. La propuesta era disparatada y muchos adivinaron tras la misma la búsqueda de la notoriedad a cualquier precio.

Pero la polémica estaba ahí, y cuarenta años después, habiendo tenido apasionados defensores y detractores, más la desenfocada contribución de oportunos ingredientes económicos que luego apuntaré, no tiene pinta de concluir. Poco después de iniciada, a Rifkin le surgieron algunos encendidos apoyos, entre los que destacó el del británico Andrew Parrott, fundador y director del Taverner Consort & Players. Parrott absorbió con tanto ardor el pensamiento fundamentalista de Rifkin, que la emprendió, a bofetada literaria limpia, contra todo aquel que osara oponerse a su teoría. Le dio igual (y lo relata Braatz en el artículo comentado) que quien se opusiera a la teoría rifkiniana se llamara Christoph Wolff (uno de los más reconocidos expertos en Bach y autor de varios libros sobre el Cantor, además de pieza decisiva en la Neue Bach Ausgabe, la nueva edición de las obras de Bach), Ton Koopman, Philippe Herreweghe o, más recientemente John Eliot Gardiner.

A Parrott, como se dice ahora, se le fue definitivamente la pinza y en 2016, con motivo de la edición discográfica de la segunda grabación de la Misa por Gardiner, escribió a Gramophone una carta al director que era uno de los mayores insultos a un colega intérprete que quien esto firma ha tenido ocasión de leer en el medio siglo que llevo metido en menesteres musicales. Me pareció tan infumable el asunto que escribí a la revista británica recordando al señor Parrot que la teoría rifkiniana parecía estar basada en argumentos bastante pobres y había sido comprensiblemente descalificada por reconocidas autoridades en la cosa bachiana, con argumentos (el famoso memorándum del 23 de agosto de 1730 de Bach al Concejo de Leipzig titulado “Un breve pero muy necesario plan para el buen funcionamiento de la música en el templo”, a la cabeza) bastante contundentes. La carta, significativamente, no fue nunca publicada. Gardiner, con buen criterio, ignoró el insulto de su compatriota.

Desgraciadamente, en nuestros días, las restricciones presupuestarias han intervenido como un factor de distorsión, pero asaz oportuno para las tesis minimalistas, en apoyo de lo que muchos consideran, yo entre ellos, un despropósito: la reducción del coro bachiano a unas dimensiones esqueléticas que carecen de sentido en las grandes salas, van contra toda lógica de equilibrio sonoro frente al contingente instrumental y solo responden, en realidad, a un propósito económico (vender plantillas más cortas es mucho más fácil) disfrazado con un ropaje de pretendida autenticidad musicológica que está prendido con alfileres…comprados en un chino.

Es muy conveniente repasar, como hace Braatz, los contingentes solicitados por Bach, los empleados no mucho después por su hijo Carl Philipp Emanuel (en el entorno de los treinta y tantos cantantes), y la exagerada y paquidérmica hipertrofia en los tiempos del romanticismo, en que las masas orquestales y corales alcanzaron dimensiones de super producción de Cecil B. de Mile. Pero el retroceso desde la hipertrofia wagneriana hasta casi el cuarteto vocal es un despropósito, especialmente cuando se trata, como es el caso, de las grandes obras corales del Cantor, y más si van a ser presentadas en una sala con un aforo cercano a las 2000 localidades. No deja de ser significativo, en mi opinión, que, aparte de los ilustrativos documentos del propio Bach, luminarias bachianas como los ya mencionados Koopman, Herreweghe o Gardiner, y otros como Brüggen, Leonhardt o Harnoncourt, no se sumaran nunca a los planteamientos del musicólogo estadounidense, más sagaz visionario de la oportunidad comercial que otra cosa.

Hengelbrock, por fortuna, presentó en Madrid una propuesta sólidamente construida y alejada de estas veleidades. Su coro tenía 33 voces, distribuidas 12/7/7/7 (las sopranos están divididas en dos durante buena parte de la obra), y la orquesta tenía 35 músicos, con una cuerda 6/6/4/4/2 más 2 flautas, 3 oboes, 2 fagots, trompa, 3 trompetas, timbales y órgano. Los diez solistas citados en la ficha al principio de esta reseña son componentes del coro.

El maestro alemán ha demostrado cumplidamente que es un músico de enorme solidez, que construye con inteligencia y sensibilidad sus interpretaciones. Lo ha hecho también en sus repetidas visitas a Madrid, incluida la última que el firmante recuerda, con una personal pero muy intensa y hermosa interpretación del Requiem de Mozart. La de ayer no fue la excepción.

Su interpretación, dirigida de memoria y notablemente más reposada que la grabada en disco hace más de 20 años (con la Orquesta Barroca de Friburgo y su propio coro Balthasar Neumann), se inició con una introducción (sin indicación de tempo en la partitura) solemne, majestuosa, pero sin grandilocuencia, cantada con devoción, sin aparato alguno. El tranquilo Largo subsiguiente nació, como la introducción como lo que es: una recogida y devota súplica. La construyó Hengelbrock empezando solo con un vocalista y un instrumentista por parte, para luego crecer hasta sumar el contingente completo. La idea puede no tener demasiada base musicológica y nada hay en la partitura que lo indique, pero el efecto conseguido es sin duda de una gran intensidad.

Más adelante, tuvimos momentos de exaltación, como muchos del Gloria, entre ellos el irresistible arrebato del número final. Los hubo igualmente de hermoso sentido del canto (el Christe eleison, el Laudamus te o el Benedictus) y de perfecta construcción coral (esa magistral fusión del canto gregoriano y la polifonía que abre y cierra el Credo, o la espléndida realización del Osanna a ocho voces). Culminó como empezó: el Dona nobis pacem comenzó intimista, con el coro sentado, y sólo se levantó a la exaltación final con trompetas y timbales en su último tramo.

Desde el punto de vista de las prestaciones, la orquesta y el coro brillaron a gran altura, empastados y generalmente impecables en la ejecución. Merecen mención especial el concertino Daniel Sepec por su excelente solo en el Laudamus te, pero también los dos flautistas, espléndidos toda la tarde. Muy notables los tres oboes, y sobresalientes las trompetas en su endiablado cometido. Salvó con mérito el trompa (que trampa mortal es la trompa natural) su temible parte en el Quoniam, y hay que calificar de magnífica la contribución del continuo. Cabe destacar también la capacidad de adaptación del timbalero solista, que superó un raro suceso: uno de los timbales se rompió al principio del Gloria. Michael Juen se retiró rápidamente y se aseguró de que un instrumento (moderno, eso sí) disponible en el auditorio cubriera la necesidad. La flexibilidad con que manejó la nueva situación sin que apenas se notara el cambio habla bien alto de su maestría.

Las voces solistas adolecieron, en general del problema que suele afectar a los vocalistas extraídos de coros: la falta de volumen. Se trató en general de voces gratas, bien timbradas, que cantaban con sensibilidad y buena línea de expresión, articulaban bien y entonaban con general precisión, pero quedaban manifiestamente cortas de volumen en demasiadas ocasiones. Destacaron, para bien, la contralto Bierwith, autora de un estupendo Laudamus te, y muy especialmente el contratenor William Shelton, que protagonizó con Kovács un bonito dúo en el Et in unum Deum pero sobre todo un espeluznante, matizadísimo y emocionante Agnus Dei. Cuando Hengelbrock hizo saludar a los solistas, él se llevó la ovación clamorosa de la noche. Con toda la razón, hay que decir. Su otro colega de cuerda, Matthias Lucht, evidenció quizá más nervios y menos seguridad de entonación en el Qui sedes.

El éxito fue enorme. Cuando este colosal monumento musical nos llega con este grado de excelencia, incluso con limitaciones como las apuntadas (en volumen) de los solistas vocales, el público, que colmó bastante aforo de la sala, responde con entusiasmo. Por mucho que se diga, Bach nunca cansa. Es imposible cansarse de escuchar esta maravilla.

Y al éxito respondieron Hangelbrock y su conjunto de forma también inhabitual: regalando una estupenda lectura del Aleluya de El Mesías de Handel (los lectores de este blog recordarán que hace algunos meses recomendé desde estas líneas una espléndida versión que este conjunto realizó de Israel en Egipto, sobre la que me llamó la atención una buena amiga). Una espléndida velada barroca, por fortuna alejada de los despropósitos del OVPP que en realidad son recortes vendidos con disfraces pretendidamente historicistas. Qué grande era Bach.

 

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4 thoughts on “Qué grande era Bach

  1. Casualmente estaba mirando al timbalero (que escuchaba atentamente durante varios minutos supongo que las vibraciones de los timbales con la oreja pegada) cuando efectivamente se ha apoyado en el codo y se ha producido el efecto que hemos oido todos. Ha pegado un respingo de cuidado. La resolución posterior del incidente ha sido muy discreta. El final me ha encantado.

      1. Así lo entiendo. Y es lo habitual. Pero si es algo habitual, no me encajaba muy bien que se apoyase en el codo. Es posible que el timbal tuviera algún defecto; porque no fué un codazo fuerte ni mucho menos. Saludos

        1. La verdad, yo no estaba mirando al timbalero en el momento en que ocurrió el percance. Pero me da, como dices, que el timbal tenía algún defecto porque si no se apoyó fuerte no me pega que se rompa por eso cuando luego recibe sacudidas importantes.

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