Rafael Ortega Basagoiti

Otro estupendo Shostakovich de Afkham con la Nacional

Madrid. Auditorio Nacional. Sala Sinfónica. Concierto Sinfónico 11 de la temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España. Director: David Afkham. Solista: Kyohei Sorita, piano. Turina: Fantasía sobre una fantasía de Alonso Mudarra. Prokofiev: Concierto para piano y orquesta nº 3 en do mayor op. 26. Shostakovich: Sinfonía nº 10 en mi menor op. 93.

El sinfónico 11 de la temporada de la Nacional traía ingredientes de interés, empezando por la presencia del reciente segundo premio del concurso Chopin, el japonés Kyohei Sorita, y siguiendo por la oportunidad de escuchar otra sinfonía de Shostakovich, la Décima, en las manos de David Afkham, que firmó hace un par de años una formidable Séptima perpetuada en un disco que ya les recomendé desde estas líneas.

El programa se abría con una obra no frecuente pero sin duda interesante de José Luis Turina. La Fantasía sobre una fantasía de Alonso Mudarra del madrileño, encargo en su día de la Sinfónica de Tenerife que en aquel entonces estaba comandada por Víctor Pablo, tiene como base la hermosa Fantasía que contrahaze la harpa en la manera de Ludovico (pueden escucharla aquí en la estupenda versión de Hopkinson Smith https://youtu.be/ukVOGsNkod0) y las citas y alusiones a sus principales motivos son bien reconocibles. Obra brillante, de no fácil ejecución, pero de lenguaje, como se pretendía, fácil para el público, que la Nacional presentó con general brillantez.

Entre los cinco conciertos para piano de Prokofiev, el Tercero se ha convertido justamente en el más famoso, tal vez porque junto a la lírica y evocadora cantinela inicial (andante), es difícil resistirse al energético, nervioso y vibrante despliegue del solista en el allegro subsiguiente, o al delicioso caleidoscopio del tema con variaciones, donde hay espacio para el humor, la trepidación y la efusión lírica. Dicen que el hijo de Prokofiev declaró en cierta ocasión: Mi padre compone música “normal” y luego la “prokofiefa”. Y sí, así de inconfundible y de atractiva es la música del ruso.

El japonés Kyohei Sorita (1994) obtuvo el segundo premio ex aequo en el Concurso Chopin de 2020 (celebrado en 2021 por culpa de la pandemia). Hubo su polémica con esos premios dado que tres de los seis pianistas premiados tenían profesores en el jurado, incluido el propio Sorita, discípulo de Piotr Paleczny en Varsovia. Es cierto que la normativa del concurso obliga al profesor de turno a abstenerse en la evaluación de su discípulo, pero es inevitable que exista cierta sospecha de que la mera presencia del profesor puede condicionar las votaciones de otros que también tienen alumnos concursantes cuyo resultado puede depender del profesor que se abstiene de su alumno pero evaluará a los alumnos de su compañero. Que el ganador, Bruce Liu, sea discípulo del presidente del jurado, Dang Thai Son, no ayuda a la mejor limpieza del asunto.

En todo caso, Sorita evidenció lo que ya apuntó en la competición. El mecanismo es fácil, de impecable precisión y considerable agilidad. Canta con gusto y matiza con acierto, y todo ello fue evidente en una muy notable lectura del concierto de Prokofiev. La interpretación tuvo brío y vibración, pero también la deseable cualidad cantable y el humor antes citado. Si acaso, cabe apuntar que podría haberse desempeñado, en el allegro del primer movimiento y en alguna fase del último, con un punto menos de velocidad y tal vez un punto más de corpulencia sonora. Con todo, hay que aplaudir su lectura rotunda de la tercera variación del segundo movimiento, el misterio desplegado en la cuarta o las tremendas octavas de la última, previa al retorno del tema. Arrollador también el final de la obra, de un virtuosismo sin duda espectacular.

Grande fue el éxito, que obtuvo el regalo de un Vals de Chopin, el op. 34 nº 3, que nos llegó con fluida rapidez pero con un punto de exceso en el pedal. Personalmente, eché de menos la fina elegancia, algo más reposada, del inolvidable Rubinstein.

La segunda parte estaba dedicada a la Décima sinfonía de Shostakovich, y la ocasión justifica una pequeña introducción, sobre todo porque uno no termina de asombrarse ante algunas cosas leídas recientemente. Por ejemplo, que los años de juventud de Shostakovich eran un edén de felicidad, de socialismo ideal, sin pobres ni ricos. Pero cuando Shostakovich terminó su Primera sinfonía (interpretada, por cierto, por la Nacional la semana pasada, en una sobresaliente lectura de Lucas Macías Navarro), contaba 19 años, y ese fue su trabajo fin de carrera. Hablamos de 1924-25. Cierto caballero llamado Josef Stalin se encontraba ya en el poder desde 1922. Un paraíso de felicidad, vaya.

Leo también que se ha manipulado el asunto de que Shostakovich hizo un retrato de Stalin en la Décima sinfonía. La afirmación parte de la descalificación del libro Testimonios de Solomon Volkov, supuesta autobiografía del compositor en la que Shostakovich afirma que, en efecto, había dibujado tal retrato del dictador en la obra bendecida por unos. Es cierto que el libro es controvertido, aunque tiene abogados poderosos, como el director Kurt Sanderling, que trabajó directamente con Shostakovich y ha sido uno de sus intérpretes más celebrados.

Se olvida, sin embargo, que más allá de que lo relatado por Volkov sea o no cierto, hay otros testimonios poco dudosos sobre el significado último de la sinfonía. Y, por añadidura, emplear como refutación una descripción pública de la obra realizada por el mismo Shostakovich en 1954 ante la Unión de compositores, es sencillamente ridículo. Nadie que tenga un mínimo conocimiento de la historia de la URSS en la época stalinista e inmediatamente postestalinista puede pretender que una declaración (absolutamente vacua, algo que probablemente fue intencionado) pública en la URSS de 1954 fuera una manifestación hecha con libertad. Stalin acababa de morir (marzo de 1953, la sinfonía se estrenó en diciembre de ese año), y sin duda se respiró cierto aliento de alivio ante la desaparición del monstruo. Pero no nos engañemos, Kruschev (que distaba de ser una carmelita descalza) aún apenas había tenido tiempo de mostrar si el terror desaparecería con él o solo se mitigaría. Hoy sabemos, y Solyenitsin lo dejó bastante claro (otros también), que solo se mitigó en parte.

Biógrafos como Krzysztof Meyer (Alianza editorial) recogen testimonios muy significativos. Rostropovich (p. 286) declaraba: “Shostakovich defendía oficialmente la tesis de que el partido y el gobierno han sido mis maestros, pero en privado me decía ‘como usted sabe, aquí no se puede respirar ni vivir’.“ Que en la música de esta sinfonía, en muchas partes de un clima evidente de ominosa oscuridad, transpira un trasfondo de pánico es, creo, absolutamente evidente. Escribe Meyer: “Aquel hombre tantas veces humillado y acusados de diversos crímenes…expresó en su música el sufrimiento, la expresión del poder, la violencia, la cólera, la lucha del bien y el mal y la esperanza.” Y lo escribe… como introducción a su análisis de la Décima sinfonía.

La pianista Tatiana Nikolayeva, una de sus mejores confidentes, sostenía que la sinfonía, de hecho, había sido escrita antes de la muerte de Stalin, en 1951, y que la obra se había mantenido silenciada hasta la muerte de Stalin. El mencionado Kurt Sanderling, formidable intérprete de Shostakovich, decía que el dibujo del dictador era evidente para cuantos vivieron aquel horror, aunque reconocía que para el oyente actual podía encontrarse como un retrato general de cualquier dictadura.

Que la sinfonía sea un retrato de Stalin o no es una discusión secundaria, y llevar el asunto a tal anécdota quizá solo interesa a los más furibundos defensores de que Stalin era una hermana de la caridad (cosa que, para nuestro pasmo, aún tiene pábulo en nuestros días en algún círculo). La esencia del asunto es que el terror de Stalin está detrás de buena parte de la obra, sobre todo en el siniestro primer movimiento (el más largo de los cuatro). Algo que parece indiscutible, ya desde el ominoso motivo inicial de la cuerda grave, que tanto reaparece a lo largo de la obra.

Volviendo al concierto, hay que decir que Afkham, cuya afinidad con Shostakovich parece cada día más evidente, ofreció una magnífica interpretación, de apabullante intensidad en toda su demoledora carga expresiva, desgarrada y siniestra en muchos momentos, amargamente sarcástica en otros (esa obsesiva cita a sus iniciales en el tercer tiempo), arrolladora en un segundo movimiento que fue puro fuego y en un final explosivo. Fenomenal respuesta de la Nacional, en la que brillaron especialmente todos los solistas de viento madera. Una lectura emocionante, sin la menor duda.

Esta tarde aguarda otro concierto estupendo: la Misa en si menor de Bach, por el Balthasar Neumann Ensemble con Thomas Hengelbrock al frente.

Como de costumbre, dejo aquí enlaces a mis últimas contribuciones en Scherzo, incluyendo la reseña del estreno wagneriano del Real, esta misma semana.

https://scherzo.es/madrid-brillo-de-schager-en-un-ocaso-gris/

https://scherzo.es/madrid-ocne-brillante-talento-nacional-en-el-gran-repertorio/

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