Rafael Ortega Basagoiti

Sobresaliente general

Madrid. Auditorio Nacional. Sala sinfónica. 26-XI-2021. Sinfónico 8 de la temporada de la OCNE. Directora: Xian Zhang. Nicolas Altstaedt, violonchelo. Valentina Farcas, soprano. Wiebke Lehmkuhl, contralto. Maximilian Schmitt, tenor. José Antonio López, bajo. Obras de Ngwenyama, Schumann y Bruckner.

El octavo concierto sinfónico de la Orquesta Nacional estaba a cargo de la directora chino-estadounidense Xian Zhang (Dandong, 1973), que visitaba por tercera vez el podio de la orquesta. Lo ha hecho con un programa estupendamente armado y de gran interés, ya desde la primera obra.

Era esta la titulada Primal message, que podría traducirse por Mensaje primario, de la violista y compositora estadounidense de ascendencia ndbele y japonesa Nokuthula Ngwenyama (1976). La obra, nacida como un encargo de la Chamber Music Northwest Commissioning Fund y la Phoenix Chamber Music Society, se estrenó, en versión de quinteto de cuerda, con participación de la propia compositora (consumada violista), en 2018. La versión orquestal, que incluye la cuerda al completo más arpa, celesta y percusión, que escuchamos ayer a la Nacional, fue estrenada por la Sinfónica de Detroit en noviembre de 2020 bajo la dirección de la misma maestra que lo ofreció ayer al frente de la Nacional, Xian Zhang.

Como señala Arturo Reverter en sus notas al programa, la partitura es una suerte de fantasía en recuerdo al lanzamiento, desde el radiotelescopio de la localidad puertorriqueña de Arecibo, de un mensaje de radio lanzado al espacio exterior con la situación de nuestro sistema solar, nuestro planeta y el ser humano. Esta música de Ngwenyama no resulta rompedora, revolucionaria ni extravagante. Antes bien, se erige sobre una sugerente, por momentos evanescente, línea melódica y transmite una atmósfera lírica que llega con facilidad al oyente. La tradujo con precisión y envidiable expresividad la maestra china, con estupenda respuesta de la orquesta.

Llegaba después el Concierto para violonchelo y orquesta de Robert Schumann (siguiendo uno de los hilos conductores de la temporada, Schumann en perspectiva). El corpus de obras concertantes de Schumann es en realidad más abundante de lo que a menudo creemos. Como conciertos propiamente dichos para solista con orquesta, comprenden el Concierto para piano (1845) que escuchamos en este ciclo hace unas semanas, el escrito para violonchelo que escuchamos ayer (1850, aunque estrenado de forma póstuma) y el ideado para violín (1853), probablemente el menos interesante y transitado de los tres, aunque hay que tener en cuenta que los violinistas tienen conciertos de interés en sobrada abundancia. Además de estas obras, conviene recordar que existen, aunque se frecuentan poco, otras piezas concertantes: la Pieza de concierto para cuatro trompas y orquesta, dos piezas concertantes para piano y orquesta (Introducción y allegro appassionato y Allegro de concierto con introducción) y otra más (Fantasía) para violín.

El concierto para violonchelo y orquesta, obra de curso relativamente corto y de mayor encanto en su breve, pero muy hermoso segundo movimiento, destila en general un clima de libre fantasía, aunque, especialmente en el movimiento final, no termina de alcanzar la redondez del concierto pianístico. Tenía mucho interés presenciar la interpretación del francoalemán Nicolas Altstaedt (Heidelberg, 1982), a quien el firmante no había tenido ocasión de escuchar en vivo y que venía precedido de una extraordinaria reputación. El listón estaba alto, porque hace apenas cinco años el español Pablo Ferrández ofreció una interpretación sensacional de esta misma partitura con la misma Orquesta Nacional.

Lo consiguió también Altstaedt, un músico tan exquisito como poco convencional, desde su presentación (en calcetines) hasta su propio desinhibido y entregado acercamiento a la música. Posee Altstaedt un arco seguro y se lanza a la interpretación en una forma que diríase sin red, sin concesión alguna a la cautela o la seguridad. El sonido, lleno, es ancho en la dinámica y rico en el color, de una belleza extraordinaria en todos los registros y de una sobresaliente precisión general en la afinación, incluso en momentos en los que el ataque se produce, como antes señalé, sin precaución ni atisbo de preparación alguna. O lo que es lo mismo, corriendo riesgos.

La música de Schumann sale de las cuerdas de su instrumento con una efusión y energía contagiosas, pero también con una sensibilidad cuidadísima. El dúo del segundo movimiento, bellísimo, con el violonchelo solista de la Nacional, Ángel Luis Quintana, fue uno de los momentos destacables de la tarde. Altstaedt logró incluso sacar lo mejor del que quizá es el momento menos interesante de la obra (el tercer movimiento), con un acercamiento vigoroso, ágil y preciso en la filigrana y jubiloso en el carácter.

El francoalemán es de esos músicos que conecta con facilidad con el público, con la orquesta y con cualquiera que se ponga al alcance. El éxito fue, como era previsible con tan intensa interpretación, muy grande, y obtuvo la rara compensación del artista en forma de dos (no una, como es habitual) propinas. La primera fue una nueva prueba de la singular personalidad del chelista francoalemán: se unió nuevamente a Quintana para ofrecernos una deliciosa versión del Adagio de la Sonata nº 10 en sol mayor para dos chelos del poco transitado compositor barroco francés Jean-Baptiste Barrière (1707-1747). Música que destila aún un aroma heredero de Marais, pero verdaderamente hermosa.[1] La segunda propina quedó solo a cargo de Altstaedt, que regaló una bellísima traducción de la Sarabande de la Primera suite BWV 1007 de Bach.

Cerraba el concierto una obra monumental, de esas que hay que escuchar en vivo, y que se presenta menos de lo que debiera: el Te Deum de Bruckner. Partitura verdaderamente apabullante desde su comienzo, en el que el tutti orquestal y el órgano sostienen un canto coral con un motivo simple y hasta arcaizante, más tarde recurrente, pero tremendamente poderoso en su expresión triunfal, muy propia de la alegría que transmite este himno de acción de gracias. Fue la primera vez en mucho tiempo en que pudimos ver al coro (con mascarillas, por supuesto) a una distancia reducida (una butaca de separación entre cada dos cantantes frente a las seis o siete que veíamos hace poco), lo que permitió una concentración del hasta ahora obligadamente disperso contingente.

Lo dirigió estupendamente Zhang, que evidenció a lo largo de todo el concierto un mando firme, preciso y diáfano, vehículo de expresión de una idea musical de envidiable solidez e irreprochable corrección y sensibilidad. Sonaron imponentes los tutti inicial y final, compacto el cuarteto solista, con notables contribuciones de Farcas y Schmitt, éste muy seguro en su solo de Te ergo quaesumus, que contó igualmente con una bonita contribución del concertino de la ocasión, Pablo Suárez Calero. Estupenda respuesta de la orquesta en todas sus familias y del coro, que dibujó un precioso ppp sobre las palabras miserere nostri en el Salvum fac populum tuum. Algún pequeño apuro de las sopranos en el agudo en el In te, domine speravi final no empaña la excelente prestación general. Interpretación, en fin, intensa, solemne, brillante y contrastada de esta magnífica partitura, como cierre envidiable de un concierto que bien cabe considerar sobresaliente. Sobresalieron todos: Alstaed, Zhang, la orquesta, el coro… y Bruckner, autor de una partitura verdaderamente colosal.

[1] Los interesados pueden explorar esta interpretación de Thomas y Patrick Demenga en este enlace: https://youtu.be/wNtbDp57P0M?t=283

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