Rafael Ortega Basagoiti

Crónica de un concierto

Madrid. Auditorio Nacional. Sala sinfónica. Concierto 4 de la temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España. 14-X-2022. Directora: Anja Bihlmaier. Solistas: Paloma Friedhoff, soprano. Jan Martinik, bajo. Director del coro: Miguel Ángel García Cañamero. Obras de Ligeti y Dvorák.

El cuarto concierto del ciclo sinfónico de la Nacional nos volvió a llevar a dos de los hilos temáticos de la temporada: los 100 años del nacimiento de Ligeti que se cumplen en 2023, y las Visiones de América, encarnadas en esta ocasión por dos obras de Dvorák, el Te Deum, compuesto en 1892 para conmemorar el cuarto centenario del descubrimiento de América, y la archiconocida Sinfonía nº 9 “del Nuevo Mundo”, escrita en 1893 durante la estancia del compositor en Estados Unidos, y que cerraría su ciclo sinfónico (con nueve sinfonías, como Beethoven, Bruckner o Schubert (éste con “truco” porque no hay, en realidad, séptima sinfonía en su ciclo; presunta maldición a la que intentaría escapar Mahler sin éxito, ya que su décima quedaría incompleta).

Atmósferas es, sin duda, una partitura singular en muchos aspectos. Compuesta por Ligeti en 1961 por encargo del Donaueschingen Festival y dedicada a la memoria de su amigo, el compositor Matyas Seiber, fallecido en accidente el año anterior, la obra transmite una intensa mezcla de inquietud, angustia, misterio y desgarro, y tiene una cualidad de impacto evidente, casi cinematográfico. No es de extrañar que Kubrick la utilizara en su 2001: Una odisea del espacio (asunto que además terminó en los juzgados, porque el cineasta no había solicitado el pertinente permiso al compositor). Más allá de disquisiciones eruditas sobre la técnica de composición utilizada (la escritura por capas sonoras o la micropolifonía) y lo revolucionario que la misma implica, llaman la atención el detalle extremadamente puntilloso del autor en la elaboración de lo que, a priori, podría parecer un pandemónium sonoro.

La partitura está concebida para 89 músicos, una plantilla orquestal nutrida, pero con algunas peculiaridades. La primera es la ausencia de percusión. La segunda es la escritura con un divisi realmente microscópico, con cada instrumentista de cuerda (56 en total), y a menudo también los de viento (31) teniendo su propio pentagrama diferenciado. Se llegan a sumar hasta 87 pentagramas diferentes en la partitura del director. No es difícil de imaginar que la partitura del maestro es de tamaño familiar (de lo contrario su lectura resultaría imposible) y que el atril habitual del director necesitó ayer de un suplemento adicional para albergarla. Tampoco es difícil imaginar que su seguimiento en un formato más reducido es directamente imposible. Más aún. Ligeti proporciona directrices minuciosamente detalladas para la parte de piano: especifica que es preferible contar con dos, que deben situarse lo más cerca posible de los trombones (algo que ayer no se siguió), que la partitura demanda (aun cuando solo haya un piano) dos ejecutantes, que preferiblemente deben ser percusionistas, y con indicaciones muy concretas sobre la forma de ejecución (pedal de resonancia pisado con alguna herramienta, tipos de cepillos y paños utilizados para frotar las cuerdas). Finalmente, escribe igualmente instrucciones concretas para los ensayos. Está claro que el húngaro tenía una idea clara de lo que buscaba en términos sonoros.

Y es, efectivamente, el resultado sonoro el que tiene un impacto indudable. El compositor George Benjamin, en el año 2013, se refería a ello describiéndola de forma que creo difícil de mejorar: “Más allá de estas preocupaciones estilísticas, el oído puede deleitarse inmediatamente con la forma en que se mueve la obra, cómo la superficie sonora se desliza a través de los registros con sutiles cambios de ritmo y seductoras transformaciones tímbricas. La música fluye como la lava, zumba como un enjambre de abejas o brilla como una multitud de pequeñas arpas eólicas. Comenzando con un inmenso y sofocante manto de sonido estático, Atmosphères recorre un arco casi ininterrumpido antes de derivar inquietantemente hacia el silencio total al final.” Momentos de cruda estridencia en el viento (como el pasaje en el que cuatro flautines ejecutan notas en su registro más agudo y sin ahorrar potencia; el solista de oboe, Robert Silla, vecino de los cuatro instrumentistas de flauta, hizo bien en proteger su oído derecho en ese momento) o el peculiar sonido del piano, protagonista muy especial de la congoja final, son solo dos ejemplos de una obra que, en apenas poco más de ocho minutos, produce un impacto indudable, acogido con cierto calor por el público.

No alcanzó la popularidad del más ambicioso Stabat Mater, pero el Te Deum de Dvorák, que Justo Romero califica con acierto en sus notas como una suerte de sinfonía coral en cuatro movimientos que se ejecutan sin solución de continuidad, tiene la grandeza, jubilosa brillantez y exaltada solemnidad que se espera en lo que, en último término, es una música que conmemora una gran ocasión, en este caso el cuarto centenario del descubrimiento de América (quién les diría a los estadounidenses que poco más de un siglo después, producto de movimientos ideológicos demenciales, iba a establecerse la nefasta moda de renegar del mismo). En sus apenas veinte minutos de curso, tiene el coro especial protagonismo, además de dos solistas vocales, soprano y bajo.

La segunda parte estaba enteramente ocupada por la archiconocida Sinfonía del “Nuevo Mundo” del compositor checo (actualmente, y siguiendo la demencial empanada ideológica antes mencionada, siendo insinuada como ejemplo de “apropiación cultural” por algunos), sobre la que creo innecesario apuntar nada.

Se subió al podio de la Nacional (creo recordar que es la tercera vez que lo hace) la germana Anja Bihlmaier (Schwäbisch Gmünd, 1978). Lo hizo sin batuta, pero con gesto diáfano (muy en la línea de Rattle en su grabación con la Berliner) en la obra de Ligeti, consiguiendo una traducción de convincente impacto en partitura de estresante complejidad.

Bihlmaier es maestra ordenada y con buenas ideas musicales, poseedora de indiscutible personalidad, indudable nervio y energía, más que especial sutileza, y sólida constructora de interpretaciones bien armadas y planteadas. Lo fue, en líneas generales, la vibrante lectura del Te Deum, secundada por una excelente respuesta orquestal y una prestación generalmente notable del coro, salvando puntuales apuros de las sopranos, un punto estridentes en algún agudo. Muy destacable la prestación de una de ellas, Paloma Friedhoff, como solista de urgencia ante la baja de última hora de la prevista Nadja Mchantaf. Friedhoff mostró una bonita voz y un excelente gusto en su interpretación, y el público reconoció su sobresaliente aportación con el calor que merecía su aportación, más aún por lo imprevisto de la misma. Pareció al firmante (que no a otros, como podrán ver al final) bastante flojo, en cambio, el bajo Jan Martinik, de voz no grande y con muy evidentes apuros en el registro más agudo (mi-fa) de su tesitura.

Martinik quedó sepultado en alguna ocasión por los metales, que pudieron haber sido (como la propia Bihlmaier) más sutiles en la traducción de algunos matices piano, como en el final del segundo movimiento. Éxito más que considerable, no obstante, de todos y, como de costumbre, ovaciones especialmente calurosas para el coro.

La Sinfonía del Nuevo Mundo se movió en los parámetros que cabe esperar en la batuta de la germana. Decidida vibración y energía, tempi con marcada tendencia a la rapidez (muy especialmente en el scherzo, que pocas veces habrá sido tan claramente molto vivace), y sabia, bien intencionada construcción del edificio sinfónico, con clímax acertadamente elaborados y traducidos y una exaltada y envidiable vitalidad que termina ganándonos. Y ello a pesar de que, nuevamente, pudo haber demandado más íntima delicadeza en los metales en algunos pasajes. Cuando lo hizo (como en el final del Largo o en el muy logrado diminuendo final de la obra), lo obtuvo, por lo que hay que pensar que el ppp con el que se inicia el inefable Largo, un momento muy especial de melancólica belleza, tuvo la intensidad que deseaba la batuta… y, ciertamente, no estuvo demasiado cerca de lo que indica la partitura.

La respuesta de la Nacional fue excelente en todas sus familias. Brillante la madera, con mención especial para el siempre magnífico corno inglés, pero también metales, percusión y cuerda. Alguna leve imprecisión en el scherzo (producto de la trepidante velocidad demandada desde el podio) o alguna pequeña aspereza puntual en las trompas no empañan una respuesta orquestal brillante a una interpretación globalmente excelente, de indudable vitalidad y con un sello tan personal como convincente.

Les dejo aquí la reseña que Tomás Marco ha hecho del mismo concierto para Scherzo:

https://scherzo.es/madrid-ocne-y-anja-bihlmaier-diversas-atmosferas/

 

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

 

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.