Rafael Ortega Basagoiti

Al Pan, zusf, y al vino…

Hace poco me referí en otro foro a una de las muchas confusiones que emborrachan a la sociedad actual, emborronando toda perspectiva y anestesiando la conciencia, hasta su práctica anulación: en aras de una pretendida libertad de comportamiento, y como ejemplo del nuevo populismo conductual, se estaban normalizando, y hasta aplaudiendo, determinados comportamientos en los conciertos de clásica. Por parte de los paladines de la progresía, depurados portadores de la bandera de lo moderno, se argumenta la ranciedad y rigidez de este mundo de la clásica, impregnado de comportamientos que muchos hemos considerado tradicionalmente instalados sobre la base del respeto a otros espectadores, a los artistas y a la música misma: el silencio, el cuidado con las toses, los envoltorios de los caramelos o la desconexión o silenciado del teléfono móvil, y la contención del aplauso durante la música y entre los movimientos.

Hete aquí que tales conductas han pasado de ser lo habitual y deseable, a convertirse en paradigma de un rígido y acartonado pasado con el que, según el precitado evangelio populista, hay que acabar. La gimnasia confundida con la magnesia. Recientemente asistimos al más reciente despropósito, cuando en los Proms británicos empezó a permitirse la venta y consumición de palomitas durante los conciertos, sin consideración alguna al hecho de que el salado aperitivo, además de generar ruido durante su consumo, despliega un aroma que, por ser generosos, no a todo el mundo agrada.

Este giro del moderno evangelio conductual, con ser solo un desgraciado ejemplo (porque afecta al mundo musical) de los muchos, a cuál más deprimente, que podrían ponerse, no es, ni mucho menos, el más importante. De hecho, bien podría decirse que sólo es una derivada de algo que, desgraciadamente, está en buena parte del origen de la triste trayectoria en la que se encuentra inmersa la sociedad que vivimos. Esa no es otra, creo, que la resultante de una suma catastrófica: la de la decadencia de una educación que aniquila el esfuerzo, la curiosidad y el espíritu crítico, junto a la efervescencia de una llamada información que en realidad… es propaganda.

Joseph Goebbels, criminal y perverso ministro de propaganda del III Reich, tenía una pierna más corta que otra, y por ende era cojo, pero de tonto no tenía un pelo. Estremece comprobar hasta qué punto sus principios de la propaganda están hoy quizá más vigentes que nunca. La mención de algunos de ellos habla por sí sola: Cargar sobre el adversario los propios errores o defectos, respondiendo al ataque con ataques; convertir cualquier anécdota en una amenaza grande; si no puedes negar las malas noticias, inventa otras que distraigan la atención

Pero si los anteriores asustan, algunos otros son particularmente graves y especialmente importantes en el contexto actual: el llamado “principio de la vulgarización”: Toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida. Cuanto mayor sea la masa de población a convencer, más pequeño ha de ser el esfuerzo mental a realizar. La capacidad receptiva de las masas es limitada y su comprensión escasa; además, tienen gran facilidad para olvidar. Como derivado del anterior, el llamado “principio de orquestación”: La propaganda debe limitarse a un número pequeño de ideas que deben ser repetidas incansablemente, presentadas una y otra vez desde diferentes perspectivas, pero siempre convergiendo sobre el mismo concepto. Sin fisuras ni dudas. En lenguaje fino, la traducción del famoso aserto de que “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad.” Tentado estoy de recordar a cierto político de nuestro país que constituye un ejemplo paradigmático de todo lo anterior, pero me contendré.

Más allá del asunto político (que bebe día y noche de estos y otros principios goebbelsianos), la verdad de que “la capacidad receptiva de las masas es limitada y su comprensión, escasa” es, desafortunadamente, quizá más cierta que nunca, porque para que tal resultante se produzca, no basta con la simplificación y la reiteración del mensaje hasta la hartura. Hay que contar con que su penetración sólo será posible si quien recibe el mensaje dimite de cualquier asomo de análisis crítico y renuncia a interrogarse sobre si lo que está recibiendo es cierto, está fundamentado o, por el contrario, es cuestionable e incluso rechazable. La aniquilación de la curiosidad y el espíritu crítico a las que antes me referí. Cosas ambas que requieren del tercer componente mencionado: el esfuerzo, que también ha sido, y sigue siendo, cuidadosamente exterminado por quienes manejan, con retorcida inteligencia, esos hilos de propaganda, ahora llamados de comunicación.

Cuando se liquidan esfuerzo, curiosidad y espíritu crítico, se sientan las bases idóneas para la penetración del mensaje sin resistencia. Esa liquidación es como la vaselina que lubrica una penetración… ustedes ya me entienden. Y cuando se conjugan los ingredientes de la suma catastrófica, ya tenemos el escenario para que dos y dos no tengan por qué ser cuatro, sino que puedan ser siete, o cinco, o tres. Según convenga.

Me dirán ustedes: Y eso ¿qué conexión tiene con la música? Pues verán, mucho, como con casi todo el acontecer actual. Las palomitas en los Proms, o el aplaudan cuando quieran, son solo gotitas en un océano más preocupante. Sobre bases reales (por ejemplo, la deseable y demasiadas veces aún no conseguida igualdad de oportunidades) pueden construirse discursos cuyo principio es correcto, pero a cuyo abrigo se aprovecha para la promoción indiscriminada, que arrastra a quien no lo merece hasta equipararlo con quien si lo amerita. El asunto del talento joven es un buen ejemplo. Nadie duda de la necesidad de promoverlo como concepto general. Pero la inundación de propaganda y la falta de espíritu crítico en quienes la reciben ha hecho que, además de los jóvenes talentosos que merecen todo apoyo en su carrera, crezcan quienes no llegan, ni de lejos, a esos talentos, pero descansan sobre una maquinaria propagandística de primer nivel.

Recuerden: un mensaje simple, reiterado mil veces, aunque sea falso, adquiere la pátina de lo real. Si el joven (o la joven, no vaya a ser que los apóstoles del lenguaje inclusivo aprovechen) artista X tiene un talento normal, pero está bien apadrinado y tiene a su disposición la maquinaria propagandística necesaria (sello discográfico, representante activo con buen gabinete o asesor de propag… ay, de comunicación, quise decir, en qué estaré pensando), tiene mucho ganado. No les quiero contar si el artista en cuestión procede de esa maquinaria moderna y perfecta, tipo Conservatorio de San Francisco: escuela, agencia de representación y sello discográfico, todo en el mismo paquete.

Me dirán ustedes: eso ha sido así siempre. Y mi respuesta será: relativamente. Porque ni los representantes tenían el poder que tienen ahora, ni la propaganda (incluyendo las redes sociales) era tan sencilla e indiscriminada, ni, por supuesto, existían máquinas de fabricación de artificios tan elaboradas como el mencionado conservatorio californiano. Las redes sociales permiten, más que nunca, la multiplicidad de la reiteración del mensaje, ese mensaje sencillo que acaba convirtiéndose, por arte de birlibirloque, o más bien por lo de “la mentira reiterada mil veces”, en “opinión unánime” e indiscutible: Fulanit@ es estupend@. No se hable más. Llega un momento en que a nadie se le puede ocurrir discutir a Fulanit@, sopena de que toneladas de improperios lluevan inclementes sobre el intrépido discrepante, desprovisto, por la unanimidad fabricada, del mínimo atisbo de acierto en su consideración, aunque la misma esté fundamentada con una solidez de la que carece la unanimidad en cuestión (ni falta que le hace, diría Goebbels…).

Cambien ahora al joven (vale, o a la joven) talento por la mujer, que defiende con igual y justo tesón la mencionada igualdad de oportunidades. El que suscribe es poco sospechoso de no estimular con entusiasmo esa igualdad. Quienes me conocen y siguen saben que no regateo elogios ni apoyos cuando identifico una mujer o un joven con talento. En toda mi carrera profesional me he rodeado de mujeres y jóvenes brillantes y les he ayudado cuanto he podido por una razón muy simple: era lo justo. Pero ahora, piensen en compositoras, intérpretes, directoras, periodistas musicales. Y pregúntense si todas las jaleadas por la nueva tendencia merecen de verdad destacar o si alguna ha aprovechado la corriente para situarse, atravesando un filtro generosa y artificialmente agrandado, en una posición que, en condiciones reales de igualdad, nunca hubiera alcanzado. Ya me extrañaría que no encuentren alguna que ha aprovechado, y mucho, la corriente. Algo que, por cierto, no es justo para las mujeres que, con muchísimo talento y esfuerzo, sí han merecido alcanzar esa posición. Y sobre la que alguna ha lanzado alguna que otra insinuación debidamente diplomática y perfectamente justificada.

Este principio de la reiteración de la propaganda es el mismo sobre el que se asienta la promoción de algunos compositores pretéritos que estaban perfectamente olvidados hasta que la recuperación de su obra, a menudo generosamente subvencionada, les convierte en talentos imprescindibles (y muy pronto fácilmente aceptados por la “opinión unánime”) o la de conciertos mediocres bien disfrazados de excelencia (sí, los del señor sin ánimo, ay, sinónimo, quise decir; ¿de verdad creen que los conciertos de Excrementia se llenarían, al precio que tienen, si la ecuación propaganda en bombas de racimo + falta de espíritu crítico no diera el resultado goebbelsiano esperado?). Y, por supuesto, lo anterior es válido para el Real, paradigma de una maquinaria propagandística de primer orden, que silencia con prontitud lo que no conviene y jalea con múltiples altavoces y sin que haya sonrojo alguno por la exageración, los logros.

Forges hablaba en uno de sus chistes sobre “llamar al Pan, Zusf, y al vino, Frolo”. Y había una película cuyo sabroso título era “Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo”. Y estamos justamente en eso. Los gabinetes de comunicación que hace años eran patrimonio casi exclusivo de empresas, hoy en día existen en orquestas, conservatorios, hospitales y en casi cualquier sitio. Todo vale al servicio de la propaganda. Y la inversión en propaganda rinde muchos más y más rápidos dividendos que la inversión en la calidad o el desarrollo del talento real. Muchos artistas de renombre tienen no ya su propia agencia de representación, sino la de propag… ay, la de comunicación (si es que ya no sé dónde tengo la cabeza), que no necesariamente es la misma. Les aseguro (si vieran el buzón de entrada de mi correo electrónico…) que el bombardeo es masivo. Como la gota china, ya saben, pero en propaganda.

Es evidente que no voy a descubrir nada nuevo con esta conclusión: vivimos tiempos en que no importan la verdad o el rigor, sólo el relato. Aunque sea mentira. Eso es lo que menos importa de todo. Porque el relato, y mejor si es simple y reiterado, se impone. La verdad ha muerto. Viva el relato. Ya lo dice la etimología: propaganda viene del latín: [Congregatio de] propaganda [fide] ‘[Congregación para] la propagación [de la fe]’. La fe que, como todo conjunto de creencias, es ciega. Más viejo que el hilo negro. Pero quizá, por desgracia, más cierto que nunca. Y todo… porque hemos renunciado a preguntarnos ¿por qué? ¿qué hay detrás? y ¿es cierto? Quizá preguntar se ha vuelto más necesario que nunca. Para analizar y detectar cuando al vino le están llamando Frolo, aunque siga siendo vino. Pero, francamente, no sé si estamos llegando tarde. Me temo que sí.

 

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2 thoughts on “Al Pan, zusf, y al vino…

  1. Al hilo de las palomitas ( y dando por supuesto que comparto las reflexiones de Rafael al 120% (repito una vez mas que no soy músico) comento brevemente una anécdota. Como padre de una joven de 33 años actuales, me tocó en su infancia, y con gusto, llevarla a toda clase de eventos infantiles, fueran cuales fueran, en un afán de culturizarla fuera del círculo familiar (entre paréntesis, estoy mas que razonablemente satisfecho). Con tan fausto motivo soporté estoicamente cine infantil, teatro infantil, cubo y pala en parques, ruidos en los espectáculos, meriendas, papa quiero agua…….. no sigo. La irrupción de las palomitas en los cines nos pilló aproximadamente en esa edad que los niños empiezan a dejar de serlo (12 o 13 años). Aguanté creo una o dos sesiones el ruido, el pisar palomitas en los pasillos y la peste odorífera consecuente. No he vuelto al cine en los últimos 20 años y cuando paso por delante de alguno (de los pocos que quedan) cambio de acera por no aguantar el olor que sale por la puerta. Evidentemente si la moda empieza a invadir teatros y salas musicales, mi deserción sería un hecho. Espero que no ocurra, pero a tenor de la noticia de los Proms, nos podemos ir preparando para lo peor.

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