Rafael Ortega Basagoiti

Una sabrosa muestra del III Atrium Musicae en Cáceres

Atrium Musicae 2025. 31-I-2025. Concatedral de Santa María de Cáceres. Benjamin Alard, órgano. Obras de J.S. Bach, C.P.E. Bach, Félix Mendelssohn y Alexandre Pierre François Boëly. Gran Teatro de Cáceres. Christian Zacharias, piano. Obras de J. Haydn, F. Schubert, F. Couperin, F. Poulenc y D. Scarlatti.

Entre el 30 de enero y el 2 de febrero se ha desarrollado en Cáceres la tercera edición del Festival Atrium Musicae, que une una colección de eventos musicales de la mejor categoría al placer de disfrutar de las bellezas y delicias locales de la ciudad extremeña, con la gastronomía a la cabeza. El festival, que lleva el sello de calidad programadora característico de Antonio Moral, ha reunido en esta su tercera edición, en tan pocos días, diez conciertos en seis espacios emblemáticos de Cáceres y Malpartida. Además de los dos eventos que comentaré en esta reseña (y que no son más porque la agenda de Madrid es de una densidad complicada para compaginar, y ese mismo fin de semana hay conciertos interesantísimos de la OCNE y el CNDM), hay que anotar recitales del barítono André Schuen y su pianista colaborador habitual, Daniel Heide, el Cuarteto Quiroga, por duplicado, en uno de los dos conciertos con la colaboración de la formidable pianista rusa Yulianna Avdeeva, un segundo recital de Benjamin Alard, al clave, y un concierto singular del polifacético Andreas Prittwitz (flautas, saxo y clarinete) con Juanjo Guillem y Neopercusión, además de un concierto del Joven Coro de Andalucía comandado por Marco Antonio García de Paz. Agenda intensa y enjundiosa, sin duda. Y una oportunidad de una escapada de indudable interés en muchos sentidos.

Benjamin Alard (Rouen, 1985) es uno de los grandes representantes actuales de la extraordinaria escuela de clavecinistas y organistas franceses. Alard, que se encuentra embarcado en la aventura de grabar para Harmonia Mundi toda la obra para teclado de Bach (clave y órgano, tanto a solo como en conciertos, incluido el quinto de Brandenburgo) para el sello Harmonia Mundi, ofreció este primer recital extremeño en el órgano de Santa María, un instrumento fabricado en 1703 por el salmantino Manuel de la Viña –organero muy activo en Extremadura a principios del XVIII– y que fue restaurado en 1973. La restauración, realizada por la empresa Orgamusic, fue en realidad una ampliación para adaptar el instrumento a las necesidades del repertorio romántico y moderno. Según recoge Jose A. Fuentes Caballero en un artículo publicado en Cauriensia en 2008, repasando las obras de restauración de la Concatedral después de 50 años, del instrumento original (de octava corta) sólo se aprovecharon 9 registros y la caja exterior. El órgano que puede escucharse ahora tiene 1360 tubos sonoros, con 20 registros en dos teclados de 61 notas y un pedalero de 30 notas.

Alard nos ofreció, por este orden, las siguientes obras: Fantasía y Fuga en si bemol mayor op 18 de Boëly (c. 1785-1858), Sonata nº 2 en sol menor Wq 70 de C.P.E. Bach, Sonata en trio en mi bemol mayor BWV 525 de J.S. Bach y Sonata Op 65 nº 4 en si bemol mayor de Mendelssohn. Y, naturalmente, demostró una vez más, en toda la medida que pudo, su enorme talento y capacidades como organista y músico. Pero hay que anotar el matiz, porque mucho me temo que el instrumento no respondió a lo que cabía esperar. Parece que la susodicha ampliación-restauración de 1973 no fue precisamente afortunada.

Algunos registros (así los flautados escuchados en el Largo de la Sonata de C.P.E. Bach) parecieron de sonoridad demasiado tenue, y otros (alguno de los empleados en el pedal, de forma bastante perceptible en el Adagio de la Sonata en trío de Bach padre) no mostraron la medida necesaria de afinación ni la presencia y solidez deseables. El sobresaliente organista francés se desempeñó con la excelencia acostumbrada de articulaciones y expresión, pero quedamos con la sensación de haber escuchado un instrumento que no terminaba de poder adaptarse al repertorio ofrecido y a lo que Alard puede ofrecer en un instrumento que realmente responda a ese repertorio. Ello no es óbice, claro está, para apuntar que hubo momentos bellísimos, como el allegro final de la Sonata en trio de Bach o el Allegro con brio inicial de la Sonata de Mendelssohn.

Con apenas una hora entre uno y otro concierto, el recital pianístico de Christian Zacharias (Jamshedpur, India, 1950) en el Gran Teatro nos regaló un cierre musical para el día que fue un auténtico lujo. Programa generoso y, para quien esto firma, maravillosamente armado: Momentos musicales de Schubert y Sonata Hob XVI:48 de J. Haydn, en la primera parte. Y una preciosa combinación en la segunda, en la que alternó algunas de las Piezas de clavecín de la colosal colección del maestro del barroco francés, François Couperin, con uno de sus más ilustres compatriotas del siglo XX, Francis Poulenc, y con una incrustación de un compositor en el que Zacharias ha sentado cátedra (también desde un inolvidable, y creo que hoy poco menos que inencontrable, documental sobre el mismo): Domenico Scarlatti. Se escucharon las obras en el siguiente orden: Les Moissoneurs de Couperin, Mouvements Perpétuels de Poulenc, Les Charmes de Couperin, Improvisation nº 13 de Poulenc, Les Baricades Mistérieuses de Couperin, Sonata K 158 de Scarlatti, Improvisation nº 15 de Poulenc, repetición de Les Baricades, Intermezzo nº 2 y Mélancolie de Poulenc.

Se podrá opinar que la mezcla es exótica. No lo es en absoluto, y basta escuchar las piezas escogidas para darse cuenta de que la refinada elegancia de Couperin, su sentido del canto, los efectos de sus disonancias, el sentido lírico que emana de su expresión, tienen una prolongación casi natural en las obras escuchadas de Poulenc. Puede extrañar más, a priori, la inclusión de una sonata de Scarlatti, pero cuando uno entra en la K 158 se da cuenta de hasta qué punto su estética casa con el resto de las piezas escuchadas.

Y tras armar, con tanto ingenio como buen gusto un programa atípico, pero de evidente interés, el veterano pianista alemán sacó el tarro de las esencias para ofrecer unas interpretaciones que fueron una delicia de principio a fin… aunque el principio no auguró lo mejor. Los acomodadores del teatro cacereño procedieron a cerrar las cortinas de las puertas de acceso con movimientos tan contundentes como ruidosos… una vez que el primer Momento Musical schubertiano se había iniciado. Como cabía esperar, al tercer cierre de cortinaje, Zacharias se paró y dijo “así no es posible”. No podía tener más razón. Se pacificó la cosa y preguntó (entre aplausos) si ahora podría seguir. Y ya el concierto transcurrió con normalidad (lo que también quiere decir, faltaría más, algún que otro teléfono).

Una maravilla fueron los citados Momentos musicales. De sonido, de matiz, de expresión, de efectos de pedal. Cómo no admirar la preciosa, melancólica sección central del segundo de ellos, dibujado con una delicadeza exquisita. O el grácil, elegante y sencillo tercero, tan conocido y también tan maltratado, dibujado aquí con una sencilla, nada amanerada pero elegante dicción. O el melancólico canto del sexto y último, delineado igualmente con una elegancia y expresión lírica extraordinarias.

Siempre he dicho que el Haydn último es la mejor explicación que existe del primer Beethoven. Y también he sostenido que el autor de La Creación era un absoluto genio. Lo reitero cuantas veces lo escucho. La Sonata Hob XVI:48 es una maravilla de invención, de ingenio, de fantasía creadora. Y como una fantasía la entendió el alemán, dibujándola como si la barra de compás no existiera, como si él mismo fuera quien inventó esa música tan hermosa y libre. Articulación, matiz, elegancia de discurso… todo ello, por supuesto, estaba ahí, pero era el concepto global el que nos ganó. Uno que casi diríamos que heredaba de C.P.E. Bach (un músico de un atrevimiento e imaginación fascinantes) y resultaba anticipatorio del precitado Beethoven. Sonriente, vital, vibrante, el Presto, en el que Haydn se vuelve de nuevo el maestro de la sorpresa, del efecto, del silencio, del humor.

Los acercamientos a la música de Couperin fueron todo lo pianísticos que deben ser (si uno está con un gran cola, lo he dicho muchas veces, es absurdo intentar imitar al clave) pero todo lo respetuosos con el carácter que también deben ser. El pedal sirvió para crear los efectos, resaltar armonías aquí o allá, pero no para generar hipertrofias románticas. Las posibilidades de matiz se emplearon para enriquecer la expresión y para acentuar la claridad, no para exageraciones fuera de lugar. La alternancia de Couperin y Poulenc era más lógica de lo que podía parecer, porque en ambos hay ese “lirismo melódico”, en ambos la música respira elegancia y refinamiento, gusto por el singular color armónico que ofrecen los choques de disonancia. La estética es diversa, claro, pero escuchar piezas de uno y otro alternando es una experiencia fascinante para apreciar lo que tienen en común y también lo que les separa. Y todo ello quedó en evidencia en ese singular desfile de uno y otro en las sabias manos (y pies, porque de pedal impartió también una buena lección) del pianista alemán.

Éxito grandísimo ante un público que abarrotaba el teatro cacereño, y dos propinas, también deliciosas: el Minueto de la Sonatina de Ravel (con un pequeño lapsus), y otra pieza más de Couperin, Les Tours de Passe-passe del orden XXII (libro IV). Estos dos conciertos han sido apenas una pequeña muestra de lo que este concentrado pero interesantísimo festival ofrece. Seguro que habrá una cuarta edición. Y mi consejo es: estén atentos. El marco, la programación, los intérpretes, y todo lo que tiene que ofrecer la ciudad extremeña merecen muchísimo la pena.

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